josé alejandro dulanto santini

miércoles, 8 de julio de 2009

BLAKER

Cerro Azul, San Luis y San Vicente de Cañete son tres ciudades cosmopolitas en el sentido estricto de la palabra. Es que son lugares donde usted encuentra una mezcolanza de razas y culturas típica de los pueblos que han vivido una historia llena de inmigrantes, esclavos, piratas, traficantes y otros, los cuales unidos al elemento autóctono nos hacen recordar escenas de películas de Sandokán o Taipan. En efecto, en Cañete hay de todo. A los autóctonos paisanos del aguerrido Chuquimancu se les unieron por conquista los quechuas y algunos mitimaes del Imperio del Tahuantinsuyo. Luego el elemento español con los negros. Posteriormente, ya en la República, llegaron los chinos coolíes y los polinesios a reemplazar a los africanos. También inmigraron italianos, y, a fines del siglo XIX los japoneses. Por ello es común encontrar en Cañete un crisol de razas. Prácticamente no falta sino la etnia aceitunada o hindú para tener a toda la raza humana representada en esta comarca. Se acoplaron rápidamente y a la postre han resultado con una sola convicción… ser cañetanos, actuando en las diversas actividades que se han desarrollado en nuestra tierra. Por ejemplo, una de las familias japonesas más representativas de San Vicente de Cañete fueron los Shimabukuro. Con dos de ellos estudié en el Colegio Alfonso Ugarte entre los años 1967 y 1972. Sus nombres, Miguel y Ernesto. Miguel tenía atisbos de poeta. Recuerdo que en una revista hecha a punta de stensil por nuestra maestra María Salazar Ramos, llamada “Lírica Ugartina”, Miguel Shimabukuro, entonces en cuarto año de primaria, publicó un poema “A Alfonso Ugarte” que se expresaba:
A Alfonso Ugarte, héroe inmortal
tú moriste en Arica
defendiendo la Bandera
con valentía y con afán.
.-.
Pero tú no has muerto
porque nosotros te recordamos
con cariño y veneración
y en este día glorioso,
te ofrezco mi corazón.

En cuanto a Ernesto, éste era más bien travieso, aunque sin llegar a la fama de los Chinos Lock. La familia Shimabukuro tenía por esos años un restaurante en la calle San Agustín, la calle más antigua de San Vicente, y que era entonces el emporio comercial de la ciudad. La fonda, de nombre Restaurante Central, era muy concurrida, quizás por la especial sazón que la mamá de Miguel y Ernesto ponía al cocinar. Allí se alimentaban todos los campesinos que llegaban a la urbe, y todos los comerciantes de la ciudad, pero también algunas familias citadinas que no habían tenido tiempo de cocinar por una u otra razón. Los ingresos de los Shimabukuro eran pues muy grandes, ya que la clientela pagaba puntualmente sus pedidos. Sin embargo tenían también la generosidad de alimentar gratuitamente a personajes indigentes pero queridos de Cañete como los negros Angelito Cueto y Blaker. Angelito Cueto era el negro mimado de San Vicente por ser muy servicial y participar como integrante ad honoren de la Banda de San Luis, cuando ésta acompañaba en noviembre a la Procesión del Señor de los Milagros. Con sus dos palitos iba marcando el compás, mientras que de su garganta brotaba el recordado “toto chín, tototototototochin, chin chin”. Era todo un espectáculo verlo y por eso se le recuerda con cariño. Angelito Cueto terminaba sus faenas diarias muy cansado, y a veces se quedaba dormido a las diez de la noche en la Plaza de Armas, cuando se suponía que ya todo en la ciudad era sosiego y tranquilidad, salvo la vez en que los Chinos Lock colocaron un cuete debajo de la banca en que estaba descansando, cuete que al explosionar hizo que el negro Angelito saltara por los aires. Los chinos Lock rieron a mandíbula batiente con esta travesura, mientras que el pobre Angelito temblaba de ira. Pero Angelito Cueto se vengó de ellos tiempo más tarde, cuando un día Raúl no quería ir al colegio y su padre Máximo contrató a Angelito para que lo amarrara a su carretilla y así amarrado lo llevara al Alfonso Ugarte. El otro negro, Blaker, al contrario, era un negro loco de San Luis que solía escaparse de su pueblo para recalar a San Vicente donde buscaba a Angelito. El par de negros continuamente se peleaba, pero por lo demás eran pacíficos. Salvo excepciones. Blaker, junto con Angelito eran comensales asiduos, honoríficos y gratuitos del Restaurante Central. La mamá de Ernesto Y Miguel no era mezquina y no paraba mientes en atenderlos sin costo alguno. Eso sí, debían esperar a que el establecimiento no estuviese copado de comensales. Esto lo entendían los dos negros y mientras esperaban que se desocupara el comedor mataban el tiempo conversando con el Che Coco en el puesto de revistas y periódicos que éste tenía allí cerca. Pero un día que no estaba Angelito Cueto su compañero Blaker se desesperó. Sintió una súbita angustia, la misma que le abrió el apetito, y sin esperar a que sea la hora se dirigió al Restaurante de los Shimabukuro a pedir su comida. Armó todo un escándalo, lo cual alarmó a los dueños del local y a los parroquianos. Demás estuvo que se le pidiera que esperara a que se desocupe el restaurante. Blaker no entendía razones. El tenía hambre y quería comer, entonces tenían que darle de comer. Así de simple era su razocinio, su requerimiento natural que no se permitía otro tipo de reflexiones. A la sazón se encontraba en el restaurante el teniente Lira, un joven oficial de la Guardia Civil, quien al ver tanto bolondrón se acercó a Blaker y le increpó por el escándalo. El negro, que tenía una corpulencia tipo King Kong, con un solo manotazo lanzó al teniente Lira a tres metros de distancia, cayendo éste de una manera poco digna para quien vestía tan glorioso uniforme. Avergonzado, el oficial se alejó raudo del restaurante y se dirigió al puesto de la Guardia Civil, lugar en donde encontró al sargento García que dormía la siesta. “¡Sargento García!”, bramó. “Si mi Teniente”, se apersonó aquél. “Vaya usted al restaurante de los Shimabukuro y me trae de las mechas a un negro borracho que está por allí cabiendo escándalo”, ordenó. Ni corto ni perezoso García enrumbó hacia el restaurante central en busca de “ese negro borracho” que no lo dejaba dormir la siesta. Pero al único que encontró fue a Blaker, el cual continuaba armando laberinto en el restaurante. “Ay Blaker”, pensó García quien conocía la debilidad mental del moreno, “así que tu eres el negro borracho”. Con mucho tino se acercó al susodicho y con suavidad le dijo: “Blaker, ¿quieres hacerme un trabajo?”, “sí sargento” espetó el requerido. “Mira en la comisaría hay un cuarto que está sucio, anda a barrerlo y yo te pagaré por ello”. Hecho el trato García regresó al puesto, dejando muy atrás a Blaker. Al llegar a la Comisaría el Teniente Lira le reclamó a García: “oiga usted ¿donde está el negro borracho?”. “Ya viene mi teniente”, fue la contestación que recibió. “Como que ya viene, usted es un cobarde que no ha querido traerlo por miedo”, gritó el oficial, cuando en verdad el cobarde había sido él. Al escuchar los gritos se acercó el Comisario, el cual inquiriendo se aprestó a sancionar a García, cuando en eso apareció el negro Blaker diciendo “Sargento, vengo a limpiar el cuarto”. Al ver a Blaker el Comisario, que conocía a Blaker, se mató de risa, y al tiempo que felicitaba a García por su ingenio, amonestó al Teniente Lira pues era evidente que éste había actuado de manera pusilánime. Vale más la inteligencia que la violencia, señores gobernantes. En Bagua se necesitaron muchos sargentos García, no presidentes García.

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